Una fantasmagórica y gigantesca luna llena iluminaba la noche con sus espectrales rayos de luz en el cementerio de Highgate.
Dos hombres provistos de linternas y de sendos picos y palas cavaban en una tumba al pie de una vieja lápida. Cumplían un encargo muy particular y bien remunerado por parte de la viuda. Los dos hombres llegaron excavando hasta el lugar en donde se hallaba el mohoso ataúd a poco más de dos metros de la superficie. El apagado ruido que hacían al excavar rompía el silencio sepulcral del camposanto despertando a los espíritus de los difuntos allí enterrados de su sueño eterno.
Uno de los robustos y bastos hombres hizo palanca en la tapa del ataúd consiguiendo romper el cierre semioxidado por la humedad y el paso del tiempo. El cuerpo del difunto era tan solo un amarillento esqueleto vestido con el negro traje con el que lo amortajaron.
El otro hombre cogió entre sus manos enguantadas el cráneo del difunto y a continuación lo introdujo en una caja pequeña. Poco después cerraron el féretro y volvieron a enterrarlo.
Katherine Bellamy era la desconsolada viuda de Jacob Bellamy. Katherine nunca había podido superar la dolorosa pérdida que había supuesto para ella la muerte de su marido. Por este motivo había hecho el lúgubre encargo. Cuando tuvo el cráneo en su poder lo colocó sobre una estantería en el amplio salón de su casa.
-Mi queridísimo, Jacob. Mi marido. Mi amado. Siempre estarás conmigo. Siempre estaremos juntos. Ni tan siquiera la muerte podrá separarnos.
La viuda miraba embelesada el cráneo descarnado del que había sido su amante esposo. La calavera parecía devolverle la mirada a través de sus cuencas vacías mientras le mostraba su macabra sonrisa de ultratumba.