Tres horas de viaje y aún no se había cruzado con nadie. El aire, denso y pesado, le hacía sospechar que, pese a todo, no estaba solo en el vagón. Podía intuir las presencias desconocidas pese a no verlas.
Mike cerró los ojos, reflexionando sobre el momento en que, tras matar con un hacha a su mujer y a su vecino - a los cuales había pillado juntos en su propia cama-, huyó corriendo, yendo a parar a una estación de tren abandonada que, curiosamente, jamás antes había visto, pese a llevar toda la vida viviendo en la misma localidad.
Un desvencijado ferrocarril parecía estar esperándolo. Se subió de un salto, sin billete, y sin importarle dónde le llevara. Lo único evidente es que no podía quedarse allí, o no tardarían en atraparle.
El tren no pasó por ningún lugar conocido. Iba anocheciendo, y la sensación de estar viviendo una angustiosa pesadilla se acrecentaba en su pecho.
El vehículo se detuvo en seco. Era incapaz de vislumbrar dónde estaban.
El conductor se apeó. Oyó una voz, mecánica pero clara.
- Bienvenido al cementerio de Nashville. Final de trayecto.
Un cementerio no parecía el lugar ideal para pasar la noche, pero tampoco tenía ninguna otra opción.
Y mucho menos le apetecía pensar por qué un tren haría ese trayecto, especialmente a esa hora. Quizá eso explicaría porqué sentía fantasmas a su alrededor. ¿El tren los llevaba de vuelta a su residencia habitual tras haber pasado el día pululando por la ciudad? ¿Compran billete de tren los fantasmas? – se preguntó, absurdamente.
La grúa alcanzó los vagones y los lanzó despiadadamente a un gigantesco horno crematorio. Desde el interior, Mike, horrorizado, observó el gigantesco cartel de la entrada que no había visto antes y que, patrocinado por una popular marca de kétchup, rezaba, orgulloso, “Cementerio de vehículos”.