Carlos regresó de la muerte. Sus ojos se abrieron a una oscuridad unánime. En segundos su mente fue deshaciéndose del estupor de su sueño necrófilo. Sintió el entumecimiento de sus miembros, la rigidez en la nuca y una sensación de incomodidad producida por la estrechez claustrofóbica de la caja que envasaba su cuerpo. Movió sus dedos. Recobró el tacto; un lienzo de satén, mortaja suave, recubría las paredes interiores del féretro. Con esfuerzo extrajo la linterna que llevaba en el bolsillo de su pantalón, la encendió y se la llevó a la boca para sujetarla con los dientes.
Enterrado vivo, la situación era angustiosa; sin embargo, el haz de luz de la linterna lo tranquilizó un poco. “Piensa, Carlos, piensa”, se ordenó a sí mismo. No debía caer en el pánico, no era la primera vez que le pasaba y se habían tomado precauciones para salir de aquel trance.
En su anterior “defunción” se despertó en la funeraria, acostado sobre la mesa de zinc, desnudo, mientras la diplomada en tanatoestética lo maquillaba. Ataque de catalepsia, diagnosticaron los médicos.
Esta vez sería diferente; Marcela, su mujer, permanecía allí afuera, vigilante, preparada para rescatarlo. Marcela era su seguro de vida.
“Marcela”, pronunció Carlos y la linterna se desprendió de su boca, apagándose. Marcela, la bella rumana, quince años más joven que él, su entregada, fiel y devota esposa. La mujer de la que se enamoró perdidamente como lo hizo Ulises de las sirenas en su viaje hacia Ítaca. Él la llamaba, con cariño, polizona, por haberse colado inopinadamente en su vida con pasión furtiva en un momento en que él tan sólo aspiraba a una singladura tranquila rumbo a la senectud.
Marcela se había encargado de todo. Carlos recordó las instrucciones, mil veces repasadas por ambos, en caso de que volviera a ocurrir el óbito apócrifo: La linterna en el bolsillo delantero derecho del pantalón, el teléfono móvil en el bolsillo izquierdo.
Su mano buscó el teléfono sin encontrarlo. No, no podía ser, su mente se negaba a reconocer su ausencia. Sus dedos crispados rebuscaron en el interior del bolsillo del pantalón como si a través de la fuerza de su voluntad desesperada fuera a aparecer el aparato. La angustia era indescriptible. Carlos atinó a recordar que habría una campana instalada dentro del ataúd por si el teléfono fallaba. La campana pendería atornillada a la tapa del ataúd a la altura de su pecho. Tampoco estaba. Levantó la cabeza en la oscuridad hasta golpear la tapa del ataúd.
Carlos sucumbía a un ataque de nervios. Comprobó que no llevaba reloj en su muñeca izquierda y, peor, aún, faltaba la alianza de matrimonio de su dedo anular. ¿Por qué? ¿La habrían robado los empleados de pompas fúnebres? Gritó hasta quedarse afónico, arañó las tablas del ataúd hasta sangrar. Comenzó a ahogarse, le faltaba el oxígeno. ¿Por qué Marcela no venía a rescatarlo? Y, entonces, recordó, con horror, que meses antes había firmado una suculenta póliza de seguros cuyo beneficiario era su mujer.