Había sido un día agotador. La enfermedad no le daba tregua y estaba al límite de sus fuerzas. Solo quería tumbarse un rato y dormir. Cerró las ventanas, bajó las persianas y se dejó mecer por la voz profunda de Johnny Cash en la más completa oscuridad. Tanteando las paredes con dedos trémulos, tropezó con el sofá, se tumbó y esperó a que la venciera el sueño.
There ain't no grave can hold my body down
There ain't no grave can hold my body down
When I hear that trumpet sound I'm gonna rise right out of the ground Ain't no grave can hold my body down...
La voz de Johnny cada vez le llegaba desde más lejos, como un eco devuelto por las profundidades submarinas, como si estuviera sumergida bajo el agua.
La primera vez que llamaron al timbre, el vibrante sonido parecido a la sordina de una trompeta la sacó de un duermevela erizado de pesadillas. La boca le sabía a tierra. Después se levantó trabajosamente y con paso vacilante se acercó a la puerta y echó un vistazo por la mirilla. No vio a nadie.
La segunda vez, aturdida y extrañada, volvió a levantarse para mirar, pero el umbral seguía vacío.
La tercera vez, al impertinente sonido del timbre, se unieron unos golpes secos en el portón. Convencida de que estaba siendo víctima de una broma pesada, abrió de improviso para pillar al bromista. Nadie.
—¿Has visto, Juan? —exclamó la voz infantil de su hijo menor—. ¡La puerta se ha abierto sola! ¿Quién anda ahí? ¿Mamá, dónde estás?
—¡Déjate de bromas, Marcelo hijo! ¿Pues dónde voy a estar? ¡Aquí mismo! —gritaba ella, confundida; pero nadie la veía ni la escuchaba. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando sus hijos la atravesaron a toda prisa para llegar al salón.