El frío del invierno hace que mi respiración se condense, formando nubecillas frente a mí. No puedo esperar a llegar a casa. Ponerme mi pijama más cómodo y acurrucarme con mi cena delante de alguna película. Soñando despierta, de pronto mi atención se dirige a un movimiento fugaz, captado apenas por el rabillo del ojo.
Me detengo en mitad de la acera, en la calle vacía, sola en el frío exterior.
Entonces lo veo.Mi reflejo en el cristal del escaparate. Examino mi imagen. Reconozco la ropa que he elegido esta mañana.Mi pelo, el mismo que aún no me decido a cortar porque me da pena. Mi nariz, con la que desde niña he tenido una relación de amor-odio, mis labios, secos por el frío, mis cejas enmarcándome la cara.Mis ojos, con la misma forma que siempre, esas pestañas que siempre he querido más largas.
Algo no me cuadra. Inconscientemente, me acerco un paso, intentando discernir el detalle que me perturba. ¿Es mi expresión? Pruebo a fruncir el ceño.No, sigue siendo mi cara.Le saco la lengua y me es devuelta la mueca, familiar, conocida, que he visto en mil fotos.Todavía no acabo de identificarme.
Durante un momento sólo estamos ella y yo, en el frío de la noche. Acerco una mano y la pego al cristal. Observo la forma en que conecta con el reflejo, perfectamente alineada. Alzo la vista al frente, a apenas veinte centímetros del vidrio, para encontrarme con esos ojos tan fijos en mí como los míos en ellos.
Es entonces cuando al fin reparo en lo que ha despertado mis alarmas, lo que me ha hecho detenerme a observar este escaparate en concreto y examinarlo a conciencia.
Porque la imagen que me devuelve la mirada desde el otro lado del cristal es completamente en blanco y negro, salvo ese par de iris rojo brillante, como si toda la sangre de su cuerpo se concentrase en una mirada ardiente e inhumana.
Noto mi corazón acelerarse, todos mis instintos gritándome que salga corriendo, que huya hasta el calor de mi sofá, mi casa, mi segura comodidad. Pero mi mano sigue pegada al cristal, y mi cuerpo paralizado. Cuando desvío la vista un escalofrío me recorre: su mano se ha entrelazado a la mía. No quiero verlo, pero mis ojos se mueven solos, y al volver a mirar su cara ella me devuelve una sonrisa lánguida. Siento, impotente, cómo me acerca más y más, en lo que podría pasar por el inicio de un abrazo.
En apenas un parpadeo sucede: noto sus brazos envolverme, de forma casi amable. Cómo cambiamos de lugar. Percibo el color abandonar mi cuerpo cuando me suelta y se aparta.
Así, de nuevo de pie una frente a la otra, la observo una última vez: su ropa, su piel, su pelo, todo en ella soy yo, cada forma y tonalidad.
Salvo esos iris grises, como nunca han sido los míos.
Sólo para mí, sonríe de nuevo y susurra:
- No puedo esperar a llegar a casa.