- Todavía no me has dicho a dónde vamos. – Fernando aligeró el paso aunque apretó el agarre en mi mano.
- Ya casi llegamos. – Volteó la cabeza sin frenar para regalarme una sonrisa alentadora que logró calmarme los nervios.
Yo no respondí. Simplemente asentí con la cabeza y le permití seguir conduciéndome por el bosque. Las ramas crujían bajo nuestro paso y mi cálido aliento se convertía en una nubecita de vaho a cada exhalación. Volví a preguntarle por nuestro destino pero Fernando no contestó. Entonces hice un, a mi parecer, gracioso comentario sobre lo fríos que estaban sus dedos pero, de nuevo, no hubo respuesta. Resoplé resignadamente ante su silencio.
Al tomar un desvío a la derecha me percaté de una flor de color rojizo a pie de un robusto árbol. No reconocí su especie pero me pareció la cosa más hermosa que había visto jamás. Al cabo de pocos metros había otra. Dado que no sabía cuánto tiempo faltaba hasta que llegáramos al lugar que Fernando tenía planeado, decidí contarlas para entretenerme. Una, dos, tres… siete, ocho… Doce.
Nos detuvimos. Había un total de doce flores a contar desde el desvío.
- Ya hemos llegado. – Suspiró aliviado.
Le solté de la mano y miré a mi alrededor. Habíamos subido a una pequeña colina desde la que se podía ver el pueblo por completo. Las luces de las farolas danzaban sobre la fachada de los edificios. Era precioso.
- Hoy hay luna nueva. – Su voz me obligó a desviar la vista de aquella maravilla panorámica.
- Vaya, no lo sabía. – Le contesté. – Aunque hubiera sido más bonito subir aquí arriba cuando haya luna llena. Así por lo menos la podremos ver.
- Puedes ver la luna siempre que quieras, mi amor. – Se acercó a mí y me rodeó con sus brazos. Recliné la cabeza sobre su pecho mientras seguía viendo las luces. – La luna siempre te hará compañía.
Iba a responderle cuando su abrazo se estrechó. Me besó suavemente el cuello y sentí que me faltaba el aire.
- Fernando… me duele.
- Dos segundos más, mi amor. – Me acarició el cuello con la mano izquierda mientras una lágrima recorría mi mejilla.
- Por favor. – Le supliqué una vez más con voz entrecortada.
Desconozco si fue por compasión o porque ya se sentía satisfecho, pero liberó el cuchillo hundido en mi pecho. Al tiempo que él relajaba el brazo yo me desplomaba en el suelo. La lágrima que previamente había derramado pronto hizo compañeras, pues la siguieron una, dos y veinte más hasta que lo único que podía hacer era sollozar incontroladamente; incapaz de moverme.
Fernando se arrodilló junto a mí y recorrió su mano por mi cabello mientras me susurraba dulces palabras de amor; mi pulmón derecho llenándose de sangre espesa y caliente. Pronto dejé de escuchar su voz.
No sé cuánto tiempo debió pasar, pero cuando desperté, me percaté de la flor rojiza brotando en mi pecho. Me di cuenta entonces de lo realmente fea que era.