La araña teje el hilo y comienza a caer desde el techo.
La oscuridad inunda la habitación y apenas el brillo del hilo viscoso se adivina. A pesar de sus ocho ojos es el olfato el que la guía hacia su presa sobre cuya piel se posa con rapidez.
No da lugar a su presa a que se despierte. Clava el aguijón para narcotizarla con el veneno y comienza a tejer la tela alrededor del cuerpo con una velocidad asombrosa.
Primero cubre los ojos y sella la boca y sube con rapidez a la cabeza. Al llegar a la sien derecha clava nuevamente el aguijón y la respiración de la víctima se ralentiza.
Necesita que la carne capturada esté viva el máximo tiempo posible, que guarde su frescor y va enredando con su hilo cada miembro, cada porción de piel.
Sabe que el hombre se ha despertado e intenta abrir los ojos pero la ponzoña le impide moverse mientras la araña, negra como la luz del interior de la habitación, va envolviéndolo de forma inexorable.
Ya ha terminado con todo el cuerpo y vuelve a la cara donde siente la respiración del hombre que está aterrorizado intentando mover unos músculos que no responden y solo advierte la carrera vertiginosa del animal que va de un lado a otro de su cara.
Quiere gritar, pedir socorro, abrir los ojos e intentar conocer a qué se enfrenta y entonces, cuando pasa sobre sus labios cree adivinar que es una araña, uno de esos animales por los que siente pánico desde niño, pero no puede hacer nada para escapar.
La araña sigue con su trabajo y va cerrando el capullo hasta que prácticamente ha terminado y entonces, ante el terror de la víctima, entra por uno de los agujeros de la nariz y cierra por completo el capullo.
Ágilmente llega hasta la boca donde pone los huevos y entonces descansa sabiendo que sus crías tendrán alimento hasta que puedan salir de caza.