Relato participante en el Concurso de Relatos para empleados de Lamucca
Abro los ojos, pestañeando con fuerza para que mis pupilas, ya desgastadas por el uso,
puedan adaptarse a la luz que se cuela por las viejas cortinas que adornan el salón en el que
llevo encerrada desde que te marchaste. Mis ojos, curiosos, miran a su alrededor intentando
encontrar alguna foto tuya colgada en la pared, buscando las marcas que dejaban tus botas en
el suelo o cualquier cosa que pueda demostrar que alguna vez estuviste aquí conmigo, siendo
parte de mi y de este sillón, desde hace tiempo cama improvisada, del que no puedo
despegarme por más que lo intente. Pero nada ha cambiado, todo sigue igual que cuando me
acosté ayer.
De repente una extraña musiquilla familiar empieza a sonar, no estoy segura de su origen y
tampoco quiero descubrirlo, así que la dejo competir con mi respiración por ver cuál de las dos
es capaz de llenar en mayor medida el silencio de esta yerma sala, pero la música no cesa y
antes de que pueda darme cuenta estoy buscando entre las sabanas el pequeño telefonillo del
que, sospecho, procede esa irritante melodía. Cuando consigo encontrarlo miro la pantalla
deslumbrante, alguien me está llamando, y mis manos retoman su baile tembloroso mientras
intento armarme de valor para contestar a la llamada. No, no puedo, todavía es demasiado
pronto para hablar sin echarme a llorar… quizá mañana sea el día de levantarme , de mirarme
al espejo y volverme a ver, de salir a la calle y obligar a mis pulmones a respirar aire de verdad,
y no lamentos ahogados. Sí, mañana será ese día.
Dejo el teléfono, ya apagado, sobre la mesita de al lado del sofá cuya única función es sostener
una lamparilla polvorienta, y vuelvo a recostarme en el sillón mirando esta vez hacia el techo
azul que se cierne sobre mi cabeza. Es entonces cuando pienso “¿Cuánto hace desde la última
vez que miré al cielo?”, y realmente no podría contestar a esa pregunta aunque quisiera
porque ni yo sé la respuesta. De un momento a otro el ansia de volver a sentir la lluvia
mojando mi pelo y el viento acariciándome las mejillas se apodera de mis pensamientos.
Quiero volver a mirar el cielo, aunque no esté azul.
De una forma decidida me levanto del sofá, dejando atrás con este acto todas esas tardes de
sollozos interminables que me han atormentado desde hace casi un mes, y camino por el
estrecho pasillo que me separa de la puerta de salida, abriéndola en el mismo instante en el
que mis manos alcanzan el picaporte. Cuando al fin estoy fuera, alzo mi cabeza y miro hacia el
cielo, ya casi desconocido. Todavía quedan resquicios de nubes, pero estoy segura de que
algún viento las empujara lejos de nuevo.