Un curioso personaje, asiduo cliente de Lamucca, restaurante en el que ocurren esta y otras historias, relata un encuentro entre dos jóvenes amigos, que podría tener unas inquietantes consecuencias…
Un Muchacho fornido es el primer relato de la serie Relatos en Lamucca, de Javier González Alcocer
Un muchacho fornido
Desde mi atalaya, una silla alta de madera situada en una de las ventanas, lo primero que aprecié del muchacho —desde mis cuarenta y siete años, a los de veinte los considero jóvenes— es que era fornido.
Mi asiento se encuentra en Lamucca, un restaurante alejado de cualquier parámetro típico; por eso me gusta. Desde este pequeño trono realizo una de mis actividades predilectas: observar los acontecimientos que se desarrollan en el local mientras degusto una margarita, mi cóctel favorito. Otra de mis preferencias es narrar lo que veo, en ocasiones sobrio y en otras temblándome el pulso; a partir de la tercera copa me suele pasar.
El muchacho se quedó parado al entrar, mirando en todas direcciones con la boca abierta de par en par, su rostro plasmaba un asombro sin paliativos; eso me dio tiempo a escrutarlo con mayor atención.
Alto, de rostro enmarcado por una mandíbula fuerte, ojos azules que asimilaban con expresión anhelante cuanto veía; el pelo corto negro y rizado, al cuello una cruz de plata que parecía antigua. Me gustan las joyas, y si son de hace muchos años, más. Lo evalué en una envidiable forma física, dentro de sus vaqueros ajustados y su camisa azul; yo suelo ir al gimnasio, y créanme cuando les digo que ese chaval también dedicaba tiempo a su cuerpo. O Dios es muy agradecido con unos pocos y con la mayoría muy injusto. Mi clasificación final fue que el recién aparecido era guapo y atlético.
Estaba quieto, parecía que una mano invisible lo hubiese pegado al suelo, enajenado en su entusiasta contemplación de cuanto le rodeaba; hasta que una voz procedente de mi derecha le hizo reaccionar:
—¡Víctor!
El nombre lo pronunció un joven de edad similar al tal Víctor, vestido algo más formal, con pantalones de pinzas azules y camisa Ralph Lauren blanca. El pelo engominado me pareció un poco pasado de moda.
Como Víctor no reaccionaba, el engominado fue hacia él; entonces los labios de Víctor formaron una amplia sonrisa, en la que una dentadura modélica hizo su aparición. No había defectos en el muchacho.
—Félix —voz profunda, contundente, de esas que una mujer escucha con turbación.
Se abrazaron sin comedimiento, con la resolución que otorga la amistad; Félix lo condujo, como el que lleva a otro por una cuerda floja, hasta la barra.
Era miércoles y como suele ser habitual, Lamucca estaba lleno; no tanto como un fin de semana, pero lo suficiente como para sentirse acompañado.
—¿Qué quieres tomar?
Los observé de reojo, Félix tenía en la mano un doble de cerveza medio lleno; ante la indecisión de su amigo, le dijo:
—Te pido uno como el mío y así vamos a la par.
La conversación me llegaba bien, la distancia que mantenían conmigo era perfecta para escucharlos sin que se sintieran agobiados por mi cercanía.
—¿Cómo ha ido el viaje? ¿Todo bien? —le preguntó Félix al tiempo que le tendía la consumición recién servida.
—Bien, tranquilo —Víctor miraba el doble como el que contempla una aparición.
—Pues brindemos por ello.
Mientras Víctor por fin se decidía y atacaba la cerveza para satisfacción de su amigo, empecé a realizar mis propias elucubraciones, basándome en los pocos datos que tenía: “Un chaval joven, más que presentable, pero que parece tímido y superado por el lugar, con un amigo que se encuentra como pez en el agua en Lamucca. ¿Aquí qué está pasando?” Bebí un buen trago de mi margarita para centrarme más en mis deducciones.
“Primera hipótesis: viene de un pueblo pequeño donde ni siquiera hay internet y no ha visto nada del mundo. Segunda: este va para cura y el amigo va a probar a disuadirlo. Tercera: es maricón y los padres, que son de la vieja usanza, le encargan al amigo del alma que lo saque de fiesta, a ver si conoce a alguna chica que lo transforme.” Mis cavilaciones pueden resultar anacrónicas, pero no me cabían otras distintas. Ahí paré de elucubrar porque apareció en escena un hombre que yo ya había visto en otras ocasiones, y quería centrarme en las reacciones.
Cuarentón, con pelo entrecano, vistiendo desenfadado pero con un toque de elegancia al llevar pantalones beige, zapatos de ante con cordones y camisa rosa palo con las iniciales J. N. Tenía una pose de ‘ha llegado el más sofisticado e ingenioso’. Saludó efusivamente a Esteban, el jefe de sala, riendo y gesticulando en demasía; se creía el ‘no va más’.
Cuando juzgó que había dejado clara su importancia a todos, tras su charla con Esteban y sin dejar de mirar a todas partes, llegó hasta la barra justo el momento que yo esperaba.
Se deleitó mirando a Víctor, y lo hizo sin recatarse; este, que al principio estaba centrado en las palabras de su amigo Félix, no se percató de que estaba siendo devorado con los ojos. Aguardé impaciente la reacción del muchacho, ¡qué angustiosa espera! No la rompió Víctor sino Félix, mirando a J. N. como si lo quisiera matar; por un instante, los ojos y la expresión del rostro se transformaron en una imagen desconcertante, para acto seguido regresar a su anterior estado. Víctor ni se enteró de ser objeto de deseo, porque ante el encaramiento no verbal de Félix, J. N. se alejó prudentemente; debió de sentir con claridad la furia de Félix.
Me quedé sin saber, de momento, si la hipótesis de la homosexualidad era la acertada. Estaba en ese pensamiento cuándo Félix dijo a Víctor:
—Vamos a sentarnos, que nuestra mesa está preparada.
Vi que hablaban con Esteban y este los llevaba a una mesa acondicionada para cuatro; continuaba teniendo buena vista desde donde estaba, y me planteé una pregunta: “¿A quién esperaban? ¿Chicos? ¿Chicas?” Bebí otro trago de mi margarita para dulcificar la incertidumbre.
No se hizo esperar el desenlace: dos muchachas aparecieron en el local; Esteban, que se encontraba en ese momento en su reducido baluarte desde el que suele organizar la sala, las atendió. No escuché la conversación pero esta duró poco, una de ellas señaló algo hacia el interior.
El camino que recorrieron hasta la mesa, y algo de acrobacia por mi parte encaramándome en mi atalaya, me permitió ojearlas. Ambas con vestido corto, bastante corto, menos mal que de distintos colores, y zapatos de tacón; delgadas, bien peinadas y maquilladas. Al quitarse las chaquetas antes de sentarse a la mesa, vi que el escote era generoso.
“¿Chicas de pago?”, pensé mientras observaba el recibimiento que les daban los dos muchachos.
Félix las besó a las dos y estas besuquearon a Víctor, que cohibido les tendía la mano. Quedó claro desde el primer momento que Félix tenía una preferencia, y que la otra muchacha o bien tenía el encargo de atender divinamente a Víctor, o bien se quedó prendada de él desde el primer instante, cosa que tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta los encantos del muchacho.
“¿Chicas de pago?”, meditaba mientras no perdía detalle de cómo se desarrollaban los acontecimientos.
Tuve que pedir una segunda margarita que Galindo, el camarero que atendía mi zona, me trajo con un cuenco de pan de pizza.
“No, no son putas”, sentencié ante mi anterior disquisición. “Por cómo se tratan Félix y la muchacha, entre estos ya ha habido algo.”
El beso que se dieron en los labios mediada la cena me lo dejó claro, así como la mano que él deslizaba, y ella consentía, en su piel; la tela del vestido lo permitía todo. En el otro flanco, la amiga comenzó modosa, pero con la segunda botella de vino —fui meticuloso para contabilizar que de la primera Víctor se tomó dos vasos llenos— el pie de la muchacha comenzó a juguetear con la pierna de Víctor, a cada minuto que pasaba con mayor profusión.
Para cuando trajeron los cócteles finales, mojitos para los cuatro, Víctor era un hombre rendido a las insinuaciones, sea cuales fueran estas, de la muchacha. Llevaban un rato cuchicheando entre ambos y ajenos a Félix y su amiga.
Su salida de Lamucca se produjo con Víctor agarrando la cintura de la muchacha, que lo miraba con los ojos arrebolados, no sé bien si de amor o de vino. Félix y la otra chica fueron los últimos en salir; él echó un vistazo hacia atrás como si olvidara algo. Por un instante nuestras miradas se cruzaron; tuve un escalofrío al recordar cómo se había quitado del medio al cuarentón homosexual.
“Me quedo sin saber cual de mis tres hipótesis es la verdadera”, pensé.
Miré la copa de mi margarita, que estaba vacía, y me decanté por echarme una más en el cuerpo; no tenía que conducir y la parada de taxis estaba cerca. Si tuviera que decantarme por alguna de las conjeturas, diría que Víctor era un muchacho tímido que por algún motivo, se había visto alejado de la sociedad. Tal vez estudiaba para cura y su amigo Félix, bien por decisión propia o bien acunado por unos padres que no veían clara la fe de su hijo, había decidido que el joven probara los placeres de la vida, seguro de que una vez catados, se olvidaría de la sotana.
Me encantan estos juegos mentales que en algunas ocasiones acabo confirmando que son verdad, sobre todo cuando se refieren a parroquianos asiduos a Lamucca, de los cuales tengo oportunidad de ir comprobando mis deducciones.
Cuando salía me crucé con un hombre que he visto ya en bastantes ocasiones. Me llama la atención porque le gusta hacer lo mismo que a mí: observar. He escuchado al jefe de sala llamarle Javier.
Tengo más historias que contar, algunas ya se encuentran en el disco duro de mi portátil, pero tengo especial interés en que esta, acaecida hará un par de meses, salga a la luz. Poco a poco intentaré que las otras también vean el cielo; enseguida entenderán el porqué.
Ahora estoy sentado frente a mi ordenador, me tiembla el pulso y os aseguro que esta noche no he probado una gota de alcohol; quería tener lúcida la mente para recordar los detalles de aquel encuentro.
Si os preguntáis la causa de mi inquietud, la respuesta es sencilla. En el periódico de esta mañana la noticia venía en la página veinticinco; la tengo sobre la mesa donde escribo. Os la resumo:
“Aparece el cadáver de un joven en un piso del barrio de Salamanca. Los vecinos llamaron a la policía debido a un olor extraño que salía de la vivienda, situada en la calle Jorge Juan. Allí se halló el cadáver de un hombre desnudo, con distintas partes de su anatomía seccionada. No se le ha podido identificar por carecer de documentación, solo portaba en una mano una cruz de plata antigua.”
Analizo ahora la mirada de Félix, recuerdo que me intranquilizó; diría más, logró que pensara durante un momento que el amigo sincero había sufrido una transformación en algo terrible.
Creo que Víctor es el muchacho que han encontrado muerto, lo pensé nada más leer la noticia por el detalle de la cruz de plata; táchenme de absurdo, pero mañana iré al depósito e intentaré que me dejen ver el cadáver.
Mis pobres deducciones de aquella noche fueron nefastas, si confirmo que es Víctor. Me nacen nuevas preguntas: “¿Quiénes eran los acompañantes de él? ¿Era todo una farsa premeditada, o aparecerán más cuerpos? ¿Tuve alguna oportunidad de apreciar que ocurría algo extraño, y no lo supe ver? ¿Pude salvarle?” Y la que más revuelve mis neuronas: “¿Quién era Víctor?”
Un apunte antes de cerrar esta crónica: los ojos de Félix, si es que así se llama, continúan mirándome como cuando se marchaba, y siento cierta inquietud dentro de mí.
Esta noche acudiré a Lamucca, a ver si averiguo algo.