El hombre sin afeitar y un galán acompañado es el tercer relato de la serie Relatos en Lamucca, de Javier González Alcocer
Voy a echar el tiempo hacia adelante desde mi último relato, les sitúo: la mañana siguiente a leer la noticia en el periódico, me acerqué al depósito de cadáveres. En mi cabeza seguían claras las facciones de Víctor y necesitaba saber si mi presentimiento era real. Les cuento lo ocurrido.
Fue hace dos días, una jornada de viento y temperatura gélida en Madrid; abracé la calle bien pertrechado en un abrigo de paño grueso con el cuello alto, que combiné con bufanda, pantalones de pana y zapatos negros con suela de goma. Para ser finales de mayo, el tiempo se mostraba sarcástico con los habitantes de la ciudad.
No era la primera vez que acudía al Instituto Anatómico Forense, y como en ocasiones anteriores, preferí desplazarme en taxi a hacerlo en mi propio vehículo; así dejo el menor rastro posible.
Ya a pie, observé de reojo la entrada principal; mi destino era la entrada posterior, por donde acceden tanto suministradores de distinta índole como aquellos que han dejado de respirar en este mundo.
Eran las diez de la mañana, soy un hombre que debido a mi dedicación, mantengo en la memoria los hábitos y costumbres de aquellos que en algún momento me pueden ser de utilidad. Puntual como el cambio de la guardia en el palacio de Buckingham, Basilio apareció en el patio posterior: treinta y pocos años, la calvicie era ya un hecho después de casi un año sin verle, y su barriga ganaba terreno a una velocidad preocupante.
Me vio de inmediato, diría que cada día había oteado el lugar en el que en otras ocasiones me colocaba. Sus necesidades se ven satisfechas con sujetos como yo, investigadores de toda índole, dispuestos a aflojar una buena cantidad de euros por tener acceso a información de las entrañas de la morgue.
Se acercó con una sonrisa simiesca, disfrutaba de antemano con los frutos a obtener después de mi desembolso. Los conozco bien porque tuve que averiguarlos para poder tenerlo a mi alcance: putas y alcohol.
El mercadeo fue rápido e intuí que por el poco regateo, lo que yo quería no era objetivo de excesivo interés. Abierta la entrada, me condujo con rapidez, por pasillos que yo recordaba de otras ocasiones, hasta una de las cámaras refrigeradas en las que los cuerpos aguardan en un estado de eterna postración.
—Es este —me dijo tras revolver por distintas camillas—, está bien troceadito —dejó escapar una risita de mercachifle que cortó de inmediato al encontrase con mi mirada, que no admitía ni una gracieta; soy una persona tranquila, aunque a veces puedo excederme.
No voy a relatarles el estado del cuerpo, los signos de haber sufrido una muerte horrible eran evidentes. Lo fotografié para tener constancia de todo, solo les apunto que mi premonición tenía una base fidedigna: era Víctor el que descansaba en la camilla.
Abandoné el depósito sin despedirme y con la cartera algo más vacía; no me importaba, pues era dinero bien empleado. En la calle fajé las manos en el fondo de los bolsillos de mi abrigo, y observé con atención todo el perímetro; algo dentro de mí ordenaba cautela o, por lo menos, prudencia.
Pasé el día archivando y estudiando las instantáneas tomadas del difunto Víctor, con más detalle pude apreciar que quien lo hubiese torturado, había realizado un trabajo a conciencia. A lo largo de mi vida he visto cuerpos que me han hecho perder el ánimo, después de que alguien jugara con ellos de la manera más cruenta, pero el de Víctor estaba en el pódium. Por la noche decidí relajarme en Lamucca.
Necesitaba alejar de mí, por lo menos durante unas horas, esas imágenes. Como en otras ocasiones, recurrí sin dudarlo a unas dosis de alcohol, no me avergüenzo de confesarlo, me alivia el dejarme ir con la cabeza algo embotada por los efectos de un whisky o una margarita. Y además, ocuparía mi mente con la reseña de parroquianos; no es que todas las noches suceda algo, pero vengo tan asiduamente que de vez en cuando, encuentro algo con lo que distraerme, y esa noche lo necesitaba.
Esteban, el jefe de sala, no me saludó con su consabido ‘buenas noches’, sino con un ‘tienes mala cara, ¿te ocurre algo?’ Después de tanto tiempo, he aprendido que su rostro, de calculada neutralidad, esconde a un hombre que finge de manera soberbia tratar a todo el mundo igual. Pero nosotros somos algo más que cliente y maître, nos une cierta amistad.
—Hay cosas que no deberían ocurrir, la crueldad del ser humano no tiene medida —le solté con el tono amargado.
Me apretó el brazo mientras me conducía a mi lugar habitual.
—En eso estoy de acuerdo, pero es bueno que haya gente como tú que se atreva a sacarlas a la luz —no dijo más, tan solo ladeó la cabeza y enarcó las cejas.
Desde mi atalaya, busqué con la mirada a algún camarero; Calisto me vio y no tuvo que acercarse a tomarme nota, levanté el dedo índice y con ese gesto estaba todo dicho.
No dediqué ninguna atención a la clientela hasta que no di el primer trago a mi margarita, paladearla me sirvió de acicate para alejar las fotografías de Víctor, que me perseguían como lobos hambrientos.
Con un punto más de serenidad, reparé en principio en una pareja desigual que se acomodaba en una mesa para dos. Ella, joven de veintitantos años, guapa, con la melena castaña suelta, los ojos chispeantes y un vestido que no acababa de definir si era demasiado rimbombante o excesivamente llamativo; las piernas que veía anunciaban un interesante camino que recorrer. Él, cincuentón, de rostro agraciado pero que los años empezaban a dejar demasiado arrugado, las sienes blancas le daban aire de galán, bien vestido y con una sonrisa que me parecía demasiado forzada.
Medité las posibilidades: una, compañeros de trabajo que han decidido salir solos a ver qué ocurre, él divorciado y ella sin novio. Dos, una estudiante universitaria enamorada de su profesor. Tres, el padre de una amiga de ella, y ella loca por él. Que ella fuese una señorita de compañía no me cuadraba, así que lo descarté.
Mientras los escrutaba, unas mesas por detrás de esta pareja, otra me llamó la atención: un hombre y una mujer que hablaban muy cerca el uno del otro, aunque por sus rostros su conversación no debía de ser amena ni entretenida. Él de rostro delgado, con el rastro evidente de necesitar un afeitado; el pelo lacio le caía a ambos lados de la cara, los ojos oscuros mostraban una tensión que se transmitía al resto de su cuerpo, con las manos crispadas y los hombros tirantes. Ella como él, de unos cuarenta años, también parecía estar inquieta, aunque sus facciones, razonablemente bien conformadas, adornadas por una exuberante melena de color castaño, se mostraban algo más cautas. Tal vez prefiriera ocultar en mayor medida sus preocupaciones. De momento no me hice ninguna composición, necesitaba más datos.
La espera en el avance de mis deducciones la acompañé de otra margarita y de media ración de nachos; no había comido nada en todo el día, no tuve ganas, pero las horas pasaban y mi estómago llamaba mi atención.
El madurito hacía sus avances, en un momento dado cogió la mano de la muchacha y se la apretó durante unos segundos, más tarde le pellizcó el mentón y en todo instante se mostraba atento a lo que ella le contaba con inusitado interés; ella cruzaba y descruzaba sus más que bien esculpidas piernas, he de decir que el galán me estaba empezando a dar envidia.
Sólo quedaba que se atreviese un poco más, y que le deslizara un beso en la boca para confirmar alguna de mis suposiciones, y saber cuál de ellas era la verdadera. Tendría que llegar un poco más lejos en mis investigaciones, es decir, como en otras ocasiones, no se escandalicen mis lectores, realizar un discreto seguimiento para saber en qué acababa todo. No me gusta, eso ya lo saben ustedes, quedarme sin saber el final.
Sin soltar el nacho que sostenía entre los dedos, el Cary Grant de pacotilla le hizo una seña a una de las camareras, Estefanía, una chica morena, bajita y de caderas anchas. Ella se acercó y él, con una sonrisa de anuncio, le dijo algo. Por los gestos, adiviné que su acompañante le preguntaba qué ocurría; él, mostrándose un hombre de mundo, le hacía carantoñas. A mí me parecía un soplagaitas de cuidado y no entendía cómo ella se iba a meter en la cama con semejante advenedizo.
No llegué a comerme el nacho, la escena me tenía en vilo. Estefanía, la camarera, apareció por el fondo con una enorme tarta, seguida por varios camareros que a pleno pulmón cantaban el cumpleaños feliz. Rodearon a la pareja y allí continuaron desgranando la letra varias veces; no pude reprimir un comentario en voz alta:
—Lo que hacen algunos para acostarse con una jovencita.
Dejé el nacho y di un buen trago a la margarita. Iba a continuar despotricando en silencio cuando me olvidé por completo de los futuros amantes. La mujer que acompañaba al tipo sin afeitar le estaba mostrando a otro de los camareros, un chico nuevo del que no sé ni el nombre, una fotografía.
El novato negó con la cabeza un par de veces, su dimensión craneal me permitía dilucidar los movimientos con precisión; no abandonó la mesa, la conversación continuaba, con el dedo señaló a uno de sus compañeros, Paco.
A ese sí que le conozco, es de los de siempre, un treintañero bien bregado en el oficio de atender con precisión, justa simpatía y rapidez en su grupo de mesas; me cae bien.
El neófito se acercó hasta Paco, deduje que le pedía acercarse a la mesa porque miró hacia el tipo sin afeitar y su acompañante, que se mantenían atentos a la conversación entre ambos.
Paco se encaminó hasta los dos comensales; no pude aguantar más y me levanté, esquivando a clientes. Siempre con la mirada puesta en la mesa que era mi objetivo, me encaminé hacia allí. Medí las zancadas para que mi paso junto a ellos confluyera con lo que pensaba iba a ocurrir: querían mostrarle a Paco la misma fotografía que a su compañero, y yo quería ver esa imagen.
Pasé junto a la mesa del cumpleaños sin mirarlos, ajustando mis pasos a los movimientos de la mujer, que en ese momento sostenía en su mano una instantánea. Aceleré, mi precisión tuvo como consecuencia obtener una visión clara de la foto: sin género de dudas, era un retrato de Víctor. Me llegaban retazos de la conversación, tuve que reducir con rapidez, como quien entra en una curva muy cerrada y se le ha olvidado aminorar la marcha con antelación.
—¿Lo ha visto por aquí? —la voz de la mujer era suave, muy suave, me hizo mirarla unos segundos y sus rasgos me parecieron dignos de ser explorados con tiempo suficiente.
—No me suena —Paco se mostraba, como siempre, correcto—, pasa mucha gente por aquí, lo que sí le digo es que no es de los clientes habituales porque su rostro me resultaría conocido.
—Quizás solo ha venido una vez —insistió la mujer, con delicadeza.
Ya no podía aguantar mi paso de caracol, las palabras de Paco me llegaron por detrás:
—Lo siento, no lo recuerdo.
Mi excusa era ir a los aseos, que se encuentran en la planta baja. Al girar para bajar, mis ojos tropezaron por un momento con el tipo sin afeitar, su mirada me dejó muy claro que mi acción no le había pasado inadvertida.
Me demoré en los baños el tiempo suficiente para que pareciera que era verdad mi necesidad de acudir a ellos. Al subir, tuve dos sorpresas: la primera, que la mesa de la mujer con la voz suave estaba vacía, lo que no me gustó; recorrí todo el local intentando localizarlos, la melena de la mujer saliendo por la puerta me indicó el camino a seguir. La segunda tuvo lugar al pasar al lado del galán y su joven acompañante: en el centro de la mesa estaba la tarta que momentos antes habían traído los camareros, sobre cuya superficie, que me pareció de manzana, se posaba una lámina de chocolate con la inscripción ‘Para mi hija, felices veinte años’.
Sonreí porque me alegraba de haber fallado en mis suposiciones. No soporto a los don juanes que se aprovechan de jovencitas, en ocasiones esas historias tienen un final terrible. Algún día les contaré una que conozco bien.
Le puse en la mano a Esteban un billete de veinte euros y salí escopetado por la puerta; no tenía intención de perder de vista a los dos que portaban la fotografía de Víctor, y como supe después, ellos a mí tampoco.
Madrid, octubre 2013