Juan cumplió sus cuarentaiocho años tan virgen como un recién nacido. Jamás había pasado de las caricias espumosas del jabón en el baño; y sus familiares y amigos ni imaginaron su deseo mientras resoplaba el pastel, pues a diario tampoco intuían sus inquietudes de invidente.
Así que Juan resopló pensando: “Deseo un verdadero amor, virgen”.
Entre gritos y aplausos una vela resistió el huracán de Juan, y este agregó sal y pimienta: “Que sea alta, labios cerezas, ricos muslos, como los del pavo o pollo asado, cabello largo o corto, no importa, tetitas o tetona pero con sabor a melocotón…”.
El pastel hecho por Martita (esa hermana flan de Juan que me enciende la llama y por eso soy su amigo) superó la exquisitez; comí dos rebanadas escondido. Todos glotoneamos pollo asado, paella y cordero tierno en salsa secreta de Ñamarta, su madre. Y como siempre, acabadas las champañas y platillos, todos se chuparon los dedos y dejaron la casa volteada.
Martita y su madre se quedaron a limpiar, yo también, para ayudar a Juan, quien insistió irnos rápido al computador de su habitación. Quería sumergirse, viajar a otras dimensiones, navegar los portales secretos e infinitos del Internet; claro, días antes por fin había conocido una chica en el chat de amores que le sugerí.
Lo que no vio Juan, fue que sentado devoraba dos muslitos de gallina viendo a Martita fregar los platos. De no interrumpirme, el fuego de mis ojos hubiera asado esos muslos tiernos en minifalda. Creo que le gustaron los chasquidos de mis mordiscos, y masticar sabroso, porque volteaba de reojo.
Y, yéndome con Juan, me sonrió:
—El amor entra por la cocina —dijo Martita bajito.
—Tranquilo, Juan —disimulé—, me quedaré a dormir si es necesario asarte, ¡ayudarte, digo!
Aunque nada veía, Juan siempre superaba los obstáculos. Logró títulos. Enseñaba en la universidad. Pero le faltaba algo por conquistar: casarse, confesó; desafiar y explorar los montes del amor. ¡Vaya viaje valiente!
Esa noche, la chica estaba conectada esperándolo. “¡Hola/Hola!, ¿cómo estás?/¿cómo estás?, bien/bien…”. Tras dos horas escribiendo lo que Juan dictaba, es decir, babas chorreadas y rodeos, decidí empujarlo. Sugerí pedirle una foto para ver qué tal. Lo hicimos. Pronto llegó la imagen: chica entre 25 a 30, linda… Asimismo demandó foto.
—¿Qué hago? —preguntó Juan.
—Eh… ¡El celular!
—¡No! —gritó—.
—¿Por qué?
—Es linda dijiste… y nunca me he visto.
—Eso qué importa.
—¡Qué tan feo soy!
—Mmm… mejor busco una.
Enviamos tremendo galán estilo telenovela.
Al día siguiente llevé a Juan al restaurante acordado (donde soy mesero-cantante); mucho antes, para sentarlo, alejarme e indicarle luego a ella la mesa reservada.
Ella llegó puntual, ¡vaya sorpresa!, ciega se guiaba del hombro de Martita. Tampoco era joven ni bonita, quizá virgen, pero Juan se casó creyéndolo. Cuando lo supo, ambos se amaban de corazón ciegamente. Como yo y Martita, quien la noche del cumpleaños, tanteando a oscuras, me enseñó su arte culinario con otro pollo asado, y dejó comerme su pastelito, guardado en la cocina