Lou Hawkins entraba ya en el despacho del señor Michaels, y para colmo los quejidos habituales de las bisagras. No era la primera vez, y sin embargo no podía dejar de acariciarse la parte baja de la calva. Dentro lo esperaba como siempre una silla de esparto, que lo exasperaba ya no tanto por el hecho de estar allí, precisamente en aquel despacho, si no por no entender qué hacía una silla como esa en una oficina como aquella. Al otro lado de la mesa aguardaba el director,cuyos dedos jugueteaban con su inseparable bolígrafo Montblanc.
Lou se sentó, con una mirada que pretendía ser todo determinación. Pero al mismo tiempo,el señor Michaels ya le estaba dando la vuelta a su enorme monitor, para que Hawkins también pudiera verlo. Conocía bien aquella secuencia: ahora Lou mira la pantalla de soslayo, así como quien detecta un pequeño cadáver en el arcén, e identifica en la pantalla la hoja de excel prácticamente vacía. El director, que endereza el cuello y apoya la barbilla sobre la palma de su mano.
— Esto era para ayer — espeta.
Así que Hawkins intentó concentrarse en el diploma del señor Michaels, que colgaba justo detrás de él, al fin y al cabo cualquier cosa era mejor que mirar aquellos ojos de hielo. Licenciado en Economía, decía. Luego reparó en que había también otros, Máster en Economía, Doctorado en Economía, Honoris Causa en Economía, que se hacían hueco entre la docena de fotos del propio Señor Michaels; por supuesto, en ellas aparecía siempre ataviado con su toga y su esclavina y su birrete y su borla. En realidad si podía distinguir las imágenes era por el color del pelo, que en algunas era más castaño y en otras más gris.
Fue vagando por los recuerdos del señor Michaels, que Hawkins se topó de bruces con su mirada. Allí estaban los ojos de hielo; los mismos que de hecho podía ver en aquella foto, y aquella, y aquella. Realmente parecían de cristal, lo cual, a decir verdad, explicaría muchas cosas. ¿Por qué nunca veía nada en ellos? Lou fruncía el ceño, se frotaba la barba. Así pasaron unos segundos, en el más absoluto silencio. Pero entonces Hawkins se cruzó de hombros, incapaz de articular palabra, atónito al ver como sus piernas lo impulsaban fuera de la silla, cómo después sus pies lo conducían hacia el pasillo, cómo dejaba atrás de un portazo aquella puerta de cristal, cómo ésta se rompía en mil pedazos.
Una vez en el coche se cercioró de que nadie lo siguiera, para de repente darse cuenta de que qué más daría a esas alturas. Así que encendió el contacto de la furgoneta, al tiempo que rebuscaba en la guantera y extraía de ella un mapa raído y sucio. Paseó el dedo por toda su superficie, pero no acabó de señalar ningún punto. Luego introdujo el CD de Blink, ese que hacía tantos años que no escuchaba, y fue entonces cuando se concentró en la carretera.