Cada dos o tres días, dependiendo del hambre que Bill y big Johnny pudieran tener esa semana, salía con su barca y su rifle del 22 para internarse en la oscuridad del pantano. Se deslizaba con sigilo sobre las espesas y oscuras aguas, en las que se podían ver los incandescentes ojos de los ciervos de agua y los yacarés, como fuegos fátuos suspendidos en un firmamento de lodo. El viejo Jack se sabía de memoria el recorrido entre los laberínticos canales, lo que le permitía no utilizar el frontal y de esa forma, sorprender a algún incauto cervatillo que vendría a completar la monótona dieta de sabores lacustres.
Horas después, en la casa, Mommy Louis se levantaba y, arrastrando con pesadez su orondo cuerpo cajún sobre sus chanclas playeras, se dirigía a su cocina de estilo americano, que se abría a la pequeña sala de estar donde Bill y big Johnny, dos chanchos de 14 y 15 años, mataban las horas cebándose a nachos con Cocacola de cereza y viendo programas de tele-tienda sobre reclamos de pato y armas de fuego. Mientras su madre, entre el humo de su primer Chesterfield de la mañana, rebozaba grandes pedazos de carne de caimán y ancas de rana en melaza y harina de maíz, que freiría luego en aceite de palma. El plato preferido de sus pequeños pues según dicen, sabe a delicioso pollo de Kentucky.
El viejo Jack disfrutaba con su trabajo. Uno a uno iba sacando los anzuelos y los lazos del pantano. Un golpe seco en la cabeza contra la borda, forcejeaba un poco con el anzuelo y al saco. A veces, cuando los ejemplares eran más grandes, debía utilizar el viejo rifle del 22 que había heredado de su padre. El escaso calibre de su carabina hacía que tuviese que acercarse mucho para no errar el tiro entre los ojos. Si fallaba y se encasquillaba, golpeaba la culata contra un tronco de ciprés, un segundo disparo y al saco. Distraído en esas tareas, no se percató que desde el fondo de la ciénaga dos grandes ojos de pupilas verticales lo observaban. Fueron sólo segundos, décimas diría más bien, catapultado sobre su cola, el gran lagarto de más de cinco metros atrapó a Jack por el brazo y, dando vueltas sobre sí mismo, lo arrastró hasta hundirlo en lo más profundo del pantano. La carne de Jack era nervuda, correosa y llena de tatuajes de veterano, el único jugo que de ella se podía extraer era el del bourbon con el que cada noche se emborrachaba. El gran Juancho hubiese preferido la de big Johnny, más tierna y jugosa. Sólo era cuestión de tiempo, ahora que Jack ya no estaba, alguien tendría que salir a cazar…